Un hombre con la cabeza gacha no siempre es señal de sumisión. La idea de turno que ronda por sus pensamientos lo enreda al igual que una hiedra a un poste.
Un embotellamiento de palabras en su cabeza, una maraña de enunciados acosa la postura de su columna como si el teclado tuviera la respuesta a la cura del sida y no la quisiera contar.
Alrededor nada. O más bien, un inmenso tumulto de gritos, titulares que se desplazan en el aire, hasta que uno se gana un lugar en el podio y los otros caminan hacia el ataúd de las palabras desplazadas.
El hombre sigue en su estaticidad, pareciera que nada lo perturba en su observación, minuciosa claro, hacia las letras del teclado. Ni los alaridos dantescos que lo rodean logran dispersarlo de su labor, cabizbaja.
Si un decreto no lo prohibiera, lo rodearía el humo. El aire, ya espeso, comprueba que es tarde. El olor a café es inminente, sin importar las horas que murieron dentro de esas cuatro paredes.
El hombre escribe una frase a la que mira con recelo, como reprochándole la tardanza a una cita, desafiante. Las palabras brotan ahora de sus dedos bordando la página línea tras línea.
Alguien señala la pantalla con un gesto de reprobación, pero el hombre sigue, impregnando sus pensamientos en el crujir de cada tecla que se queja de a ratos.
Levanta la cabeza y mira la pantalla a modo de ritual, como si ante sus ojos pudiera levantarse el mejor relato escrito por Onetti o la peor balada que Sting escribió una mañana que se levantó de malhumor.
Comienza a leer tratando de evitar las voces a su alrededor, que se asemejan a bocinazos que aturden a alguien que se le apagó el auto en 18 de julio en hora pico, o voces chillonas de alguien que se queja porque le cobraron mal en la panadería.
Comienza el trabajo de minucioso relojero. Cada pieza cumple una función, el peroné en el esqueleto, el pestillo en la puerta, o el verbo en cada una de las oraciones que escribió. El hombre debe ser cauteloso, contornear con delicadeza cada una de sus ideas, para que luego alguien venga y le dibuje un garabato encima, anote un número telefónico, apoye una taza de café, o simplemente piense. El hombre está al tanto, pero sabe que su Picasso es el mejor que logró pintar. Lo mira con detenimiento, como una madre que acaba de dar a luz a un niño y ve su rostro por primera vez.
El hombre entrega su trabajo a una persona vestida de gris y con anteojos redondos.
Sabe que su ida será definitiva, pero solo por unas horas, hasta que el despertador suene a las 10 y una nueva nota lo llame para ser acariciada por sus manos.
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