sábado, 8 de marzo de 2008

Más que cuatro paredes


Un hombre con la cabeza gacha no siempre es señal de sumisión. La idea de turno que ronda por sus pensamientos lo enreda al igual que una hiedra a un poste.
Un embotellamiento de palabras en su cabeza, una maraña de enunciados acosa la postura de su columna como si el teclado tuviera la respuesta a la cura del sida y no la quisiera contar.
Alrededor nada. O más bien, un inmenso tumulto de gritos, titulares que se desplazan en el aire, hasta que uno se gana un lugar en el podio y los otros caminan hacia el ataúd de las palabras desplazadas.
El hombre sigue en su estaticidad, pareciera que nada lo perturba en su observación, minuciosa claro, hacia las letras del teclado. Ni los alaridos dantescos que lo rodean logran dispersarlo de su labor, cabizbaja.
Si un decreto no lo prohibiera, lo rodearía el humo. El aire, ya espeso, comprueba que es tarde. El olor a café es inminente, sin importar las horas que murieron dentro de esas cuatro paredes.
El hombre escribe una frase a la que mira con recelo, como reprochándole la tardanza a una cita, desafiante. Las palabras brotan ahora de sus dedos bordando la página línea tras línea.
Alguien señala la pantalla con un gesto de reprobación, pero el hombre sigue, impregnando sus pensamientos en el crujir de cada tecla que se queja de a ratos.
Levanta la cabeza y mira la pantalla a modo de ritual, como si ante sus ojos pudiera levantarse el mejor relato escrito por Onetti o la peor balada que Sting escribió una mañana que se levantó de malhumor.
Comienza a leer tratando de evitar las voces a su alrededor, que se asemejan a bocinazos que aturden a alguien que se le apagó el auto en 18 de julio en hora pico, o voces chillonas de alguien que se queja porque le cobraron mal en la panadería.
Comienza el trabajo de minucioso relojero. Cada pieza cumple una función, el peroné en el esqueleto, el pestillo en la puerta, o el verbo en cada una de las oraciones que escribió. El hombre debe ser cauteloso, contornear con delicadeza cada una de sus ideas, para que luego alguien venga y le dibuje un garabato encima, anote un número telefónico, apoye una taza de café, o simplemente piense. El hombre está al tanto, pero sabe que su Picasso es el mejor que logró pintar. Lo mira con detenimiento, como una madre que acaba de dar a luz a un niño y ve su rostro por primera vez.
El hombre entrega su trabajo a una persona vestida de gris y con anteojos redondos.
Sabe que su ida será definitiva, pero solo por unas horas, hasta que el despertador suene a las 10 y una nueva nota lo llame para ser acariciada por sus manos.

¡ENERO APESTA!

Hace rato que estoy frente a la pantalla buscando un inciso que englobe de manera eficiente aquello que quiero que entiendas. Seguramente si sos joven, vago, lumpen o privilegiado, no estés de acuerdo conmigo, pero como me importa un pepino lo que pienses te lo digo y te lo redigo, porque además soy guapo, y más guapo me vuelvo aún cuando la distancia que hay entre nosotros nos divide en tiempo y espacio. Sí gil, guapo. Y más guapo todavía porque tengo seudónimo. ¡Banana! ¡Zopaboba! ¡Gil de goma! Esta brecha que hay entre nosotros me vuelve intocable, impune. Lo que trato de decirte, y te la aguantás aunque pienses distinto, es que ¡enero es un asco! Sí un asco, una porquería de mes, una verdadera peste.

Esta primera quincena encerrado en Montevideo es insoportable, parece que todos los días son domingos. No hay nadie. Mi abuela diría, "no quedaron ni los perros", lo que es verdad. El salchicha del cornudo de mi vecino - que nunca se va a enterar que soy yo el que le digo cornudo porque como tengo seudónimo soy intocable, impune- se fue de veraneo a Costa Azul. El perro, el cornudo del perro del cornudo de mi vecino está en Rocha pasándola bomba y yo acá en estas cuatro paredes maldiciéndolo, rezando para que vuelva el conflicto de salvavidas y se ahogue el maldito.

Cansado de mi desgracia, el viernes, apenas salí de trabajar decidí ir a visitar a los vagos de mis amigos que también estaban en Rocha - igual que el cornudo del perro de mi vecino y el más cornudo aún, mi vecino -. Pues bien, me fui a Rocha, tres horas de ruta viendo pasto, pasto, pasto y cada 20 km. una vaca que asomaba la cabecita entre los yuyales. Cuanto pasto al pedo, suerte que somos un país ganadero. Por fin llegué, luego de retocarme la raya con un marcador fino que había procurado llevar, me encontré con los fracasados de mis amigos.

Dejé los bolsitos en el camping - un mugrero - y arranqué rumbo a la playa. Ahí nomás me tiré en la arena para mirar a las chichis. Cuerpos esculturales, mujeres maravillosas, divinas, casi supermodelos. ¡Mierda, están todas buenas! Recontra fuertes e inalcanzables. Porque si hay un ámbito en donde mis cuarenta kilos mojado pasan vergüenza, es en la playa. Estoy rodeado de ursos asquerosos que en vez de brazos tienen montañas de ruedas colgando de los hombros, bronceados, afeitaditos - se afeitan el pecho estos maricas y lo peor es que a las mujeres les gusta -. Y yo que ni se nadar - ni siquiera se hacer el perrito, que seguramente el cornudo del perro de mi vecino si sepa -. En fin, me pongo contento pronunciando la frase que nos llena de orgullo a todos los alfeñiques como yo: "estos son todos putos, además se matan a pastillas; ¡prefiero tener los brazos flacos y no el pitito chico!"

Por eso mientras estaba tirado en la arena me di cuenta que no importa si estoy en Montevideo, Rocha o Acapulco; esté donde esté: ¡enero apesta!

Mosquito Tito






1. Cuando le digo cornudo a mi vecino aclaro que se trata de una alegoría, ya que a la vieja cacatúa de la mujer no se la puede tocar ni con un rastrillo.